Septiembre. Hace exactamente 10 años que tomé conciencia que la Argentina no termina en la General Paz y que de ser así, lo que queda entre esta avenida y el Río, no es la Argentina real. Con mis amigos de entonces, incentivados por el Colegio, viajamos al Noroeste Argentino. Más precisamente, a Jujuy.
Fue un viaje sin igual, todos jodiendo, propio de la edad, por primera vez sin los viejos y lejos de casa. Estabamos felices, sin tomar conciencia de adonde íbamos. San Salvador de Jujuy, fue una sorpresa. Pensamos en encontrarnos un rancherío y nos recibió una ciudad hermosa, con la gente más maravillosa que se pueda encontrar en la Argentina. Pero allí no finalizaba nuestro viaje. No había empezado siquiera.
Cruzar la Quebrada de Humahuaca, es de esas cosas que todos tendríamos que hacer antes de pasar a mejor vida. La Quiaca es una ciudad fantástica y el clima es impagable. Pero yo, que pensaba que era la gente más al norte de la Argentina, no había llegado a la verdad. Santa Catalina un pueblo detenido en el tiempo. Más al norte que La Quiaca, allá donde el Cielo es una sábana celeste y las nubes no existen. Allí empezó todo.
Desde Santa Catalina salíamos todos los días en dirección de alguna escuela, en la que nos esperaban los docentes y sus alumnos. Conocer escuelas que estan aisladas por el agua 5 meses al año es un fuerte. Saber que nosotros eramos los últimos que verían de afuera hasta febrero, nos angustiaba, pero para ellos era normal. A donde íbamos nosrecibían con una pelota de futbol. Los tubos de oxígeno eran nuestros mejores amigos.
La verdadera argentina salió se apareció ante mis ojos. Chicos de 15 años que tienen que salir a trabajar con sus padres, paseando por las provincias, de la cosecha del algodón, a la viña de San Luis, sin escalas. Chicas de 16 años que tenían que oficiar de madres de sus hermanos menores, ante la ausencia del padre y casi siempre, de la madre también, aunque esto se debiera más veces a la Vinchuca que al trabajo golondrina.
En Casira, conocí a Vilma. Una niña de 9 años que había pisado un colegio por primera vez ese año sin saber leer ni escribir su propio nombre. Empezó en primer grado. Al llegar septiembre, ya era la mejor de su Tercer Grado, con un nivel de cultura general que haría estragos en el Último Pasajero.
En esa misma escuela, los delegados municipales que siempre quieren quedar bien con la ajena, nos agasajaron en el comedor del colegio dejando a los chicos afuera. El plato principal era cabrito. Nos levantamos y nos fuimos sin comer. El cabrito lo es todo para los chicos de allí. Vilma me lo había explicado. Es su mascota, y su fuente de leche. Para ellos es una bendición contar con uno por familia. Para nosotros carnearon tres. Nos pareció tan grande la falta de tacto de estos idiotas, que salimos a jugar con los chicos.
Vilma casi no hablaba. Era una chica bastante reservada. Estuve toda la tarde con ella, preguntándole por su vida, sus sueños, sus espectativas. Su padre estaba en el Chaco, su madre había muerto. Todo lo que tenía era su hermana mayor, que trabajaba la mayor parte de la semana, por lo que ella vivía en el Colegio. Sus sueños: Quería estudiar veterinaria, trabajar lo suficiente para que su padre no tuviera que viajar más...y tener una Barbie. Estaba shockeado. Una niña de 9 años, con la alegría de vivir a flor de piel, me estaba enseñando lo importante de la vida y lo lejano que están ellos de las cosas que tendrían que ser derecho para un niño, pero acá no lo es. Esa misma noche quedé solo llorando en la cocina de la escuela.
Estuve dos días enteros con Vilma, charlando de la vida, y aprendiendo yo de ella. Cuando llegué a Buenos Aires, preparé una caja llena de peluches y una pareja de Barbie y Ken. La envié a nombre de Vilma. Al año, con la vuelta de los que viajaron después que nosotros, me llegó la misma caja. Pensé que no la habían podido entregar. Descepcionado la abrí al llegar a casa. Adentro estaba llena de artesanías, hechas por la hermana de Vilma y algunas por ella misma. Había una carta, escrita por ella, sin errores de ortografía, en la que me contaba que no podía creer las cosas que hacía por ella. Es increíble lo poco que alcanza para hacer feliz a un niño, y en el Gobierno reparten DVD a cambio de votos.
Vilma fue la abanderada desde entonces hasta que terminó la Secundaria. Porque pudo llegar. Hoy tiene 19 años. Lo último que supe de ella es que fue a trabajar a La Quiaca. No puede estudiar veterinaria. Aún. Yo se que algún día será la mejor veterinaria del mundo. Porque es lo que siente. Y ella siempre hizo lo que siente y siempre, siempre, fue la mejor.

El otro día, en el sincericidio, La Colo me preguntó qué cosas quisiera hacer a como de antes de morir. Poder sentarme a tomar un café con esa mujer tan grande como la misma Argentina, es una de ellas.
PD: Actualicé el
Blog de García.